Cuando hacia mi maleta en busca de lo que el futuro me brindara todo parecía tan perfecto. Cuando encontrara trabajo me mudaría a mi propio estudio. Iba a vivir en una ciudad cosmopolita, un lugar del que estaba enamorada. Me compraría un gato. Viajaría a visitar las capitales de Europa con mis amigas. Todo muy perfecto, muy excitante. Pero un ano más tarde me he parado a pensar, a reflexionar sobre la realidad. Suena aterrador y deprimente. Pero a pesar de que mis sueños no se han hecho realidad de alguna extraña forma me las he arreglado para ser feliz. Quizá sea porque ser feliz con lo que la vida te brinda es la verdadera llave de la felicidad. Sigo compartiendo casa, la única forma de mudarme a un estudio es hacerlo con otra persona. Y a pesar de ser dos no podríamos permitirnos un piso de una habitación. No viajo cada mes a una capital de Europa porque no tengo ni tiempo ni dinero. Mis libros de francés siguen en la misma estantería sin que nadie les haya dedicado un minuto. Pero es que el mundo viene a ser gris.
La casa en la que vivo es grande y me llevo bien con mis compañeros de piso, además de que tenemos jardín. He conocido gente interesante y he visitado museos, galerías... No me he comprado un gato o a mi lola (el bulldog francés blanco y negro) pero tampoco me ha dado tiempo a necesitarlo.
En septiembre espero mudarme con la persona que quiero a un estudio, que seguramente no podre decorar como yo quisiera pero que de todas formas podre llamar hogar. Seguiré sin poder viajar a menudo pero tendré con quien ver una película las frías tardes de invierno acurrucada en el sofá. No me comprare a Lola pero quien sabe lo que sucederá.
Londres no es ya la ciudad de mis sueños de la que estaba enamorada, si no que es la ciudad en la que vivo de la que sigo enamorada porque a pesar de tener días negros sigue sacándome una sonrisa. ¿Y de eso se trata el amor, no? De sacarte una sonrisa.
Y es que se puede ser feliz con las cartas que hay sobre la mesa o pasarse la vida esperando por las que saldrán.